Corría el año 1822 y la incipiente congregación marista, todavía pendiente de aprobación y otras muchas cosas, sufría una crisis de vocaciones. Marcelino, hombre de profunda confianza en Dios, ya no sabía muy bien qué hacer, al igual que el resto de los primeros hermanos. Solo quedaba la oración y esperar; en general, los caminos de Dios no dejan de sorprendernos. Era una mañana soleada y Champagnat estaba aprovechando para preparar el huerto; ya no quedaban muchas verduras y el autoabastecimiento, ante la escasez de plata, era fundamental. Y ahí que se presenta un mozo bien plantado con varios sellos vocacionales, dispuesto a servir a Dios y a los demás. Marcelino, astuto, le somete a un tercer grado, quedando con más interrogantes que certezas, más cuando se entera que, previamente, ha pasado por casa de los de La Salle y ha salido en estampida. Pero el chico es inteligente y le promete que, si le acepta, trae consigo a una cuadrilla de jóvenes ansiosos por encauzar su vocación, que aparentemente está bastante distraída. Marcelino, con los ojos muy abiertos y unas cuantas moscas detrás de la oreja, le dice que sí. A ver qué pasa.
Y oye que tras una semana se presenta de nuevo en el Hermitage, eso sí, bien acompañado por ocho compatriotas con muchas ganas de hacerse hermanos. Bien es cierto que, en principio, creían que iban a Lyon con los hermanos de La Salle, pero, ya que estamos aquí y parece que tiene buena pinta, nos quedamos. Marcelino no está muy convencido, y aunque un poco remolón al principio, los acepta en un régimen cuartelario con el propósito de aclarar las posibles dudas que pudieran tener y que se dieran cuenta que esto de servir al Señor no es cosa de rositas. Y estos mozos vivarachos, con modales rudos pero sencillos, convencieron al padre Champagnat y finalmente ficharon por los Maristas.
Esta historia simpática, sucedida hace ya 200 años, nos ha dado pie para celebrar el año de las vocaciones maristas. Más allá de su continuidad, siempre es un tiempo propicio para pararnos y pulsar nuestras motivaciones, cómo anda nuestro compromiso, en qué medida el Dios de Jesús está en el centro de lo que somos, si, en definitiva, cada día es el espacio en el que tenemos que decir sí al Señor con rotundidad, no a medias tintas.
Y claro, para celebrar la vocación lo primero que tenemos que hacer es saber de qué estamos hablando. Nuestras constituciones, en el número 64, nos lo cuentan con claridad: “Entendemos la vocación como una llamada a la felicidad y a un proyecto de vida en plenitud. Es la voluntad de Dios, comunicada a través de la acción del Espíritu Santo, quien suscita en cada persona la llamada a una vida plena de amor y comunión”. Ahí queda dicho.
Dios nos llama, nosotros respondemos. La vocación es un proceso de búsqueda permanente, ya que no podemos evitar el despistarnos, confundirnos de camino, vivir deslumbrados por mil cosas que nos apartan del principio y fundamento, que es la propia experiencia de Dios. La vida nos bandea con agilidad, somos como ese pequeño junco que, en la ribera del río, se mece al son del viento; unas veces con gracia, otras con violencia, siempre en movimiento y con dificultad para alcanzar la paz. El Señor le adelantó a Elías que se iban a encontrar en la montaña, pero Dios no se manifestó como aparentemente hubiera esperado: ni el terremoto, ni el huracán, ni el fuego; le habló en el “susurro de una brisa suave”.
Dios sale a nuestro encuentro en el sonido fino del silencio, lo que nos exige estar atentos y tener los oídos y el corazón medianamente templados para escucharle. Cuando somos capaces de silenciar las voces que nos distraen y nos llenan de ansiedad y preocupación y encontramos en nuestra vida espacios y tiempos que nos permiten respirar profundamente, podremos abrirnos al susurro de la voz de Dios, de la brisa suave que calma y sacia en plenitud.
El hermano Manuel Andrés, en un escrito que realizó con motivo de sus bodas de oro, nos recuerda que “vivimos en la paz familiar del Padre, de María, de Champagnat; en la paz de la fidelidad, sin grandes problemas exegéticos; en la paz existencial de lo trascendente y lo espiritual. Simplemente, vivimos en la casa de María, nuestra Buena Madre”.
Abel Muñoz, Hno. Provincial